LA CRISTIANDAD Y LOS JUDIOS
Desde los comienzos de la Iglesia, pero especialmente a partir de una serie de levantamientos de la plebe contra los judíos hacia el siglo XII, los Papas emitieron documentos (bulas) que establecían la posición oficial del Papado con respecto al tratamiento con los judíos. Las palabras Sicut Judaeis (“Como los judíos”) fueron utilizadas por primera vez por el papa Gregorio I (590-604) en una carta dirigida al obispo de Nápoles. Alrededor de 598, en reacción a incidentes entre cristianos y judíos en Palermo, el papa Gregorio incorporó enseñanzas de san Agustín acerca de los judíos al derecho romano. Bajo esta expresión (Sicut Judaeis), entonces, se siguieron publicando periódicamente advertencias en el trato con los judíos, como por ejemplo, la bula papal del papa Calixto II en 1120 que prohibía a los cristianos, bajo pena de excomunión, perseguirlos injustamente, intentar que se conviertieran por la fuerza (y según enseñara Santo Tomás de Aquino más tarde, ni siquiera bautizar a los niños contra la voluntad de sus padres), impedir que practiquen su culto, odiar ni despreciar por motivos religiosos o raciales, e incluso estableció que se los podía recibir en los reinos o repúblicas cristianas, siempre y cuando se comprometieran a no judaizar a la comunidad política ni a la Iglesia. De allí la importancia de ciertas medidas de prudencia que la Iglesia Católica estableció a lo largo de los siglos para las relaciones entre judíos y cristianos (hasta 1965).
De esto se derivan derechos y restricciones propios, e incluso una especial y suma consideración por parte de la Iglesia y de los Estados cristianos. Eso explica que, aun reconociendo que el judaísmo talmúdico y cabalístico ha tenido en todas las épocas un papel importante en los movimientos que socaban el orden cristiano, la Iglesia siempre haya defendido para él un trato especial. San Pablo decía lo siguiente sobre los judíos: “En orden al Evangelio son enemigos por ocasión de vosotros; más con respecto a la elección son muy amados por causa de sus padres” (Rom 11, 28).
Esta enseñanza y el mismo derecho natural, llevaron, por ejemplo, a que la Iglesia condenara el antisemitismo por un decreto del Santo Oficio del 25 de marzo de 1928, el nacionalsocialismo mediante una encíclica de Pío XI en 1937 y otros errores semejantes (racismo y totalitarismo de estado) en una comunicación de la Sagrada Congregación de Estudios y Seminarios sobre Racismo, Panteísmo Vitalista y Totalitarismo de Estado, el 13 de abril de 1938. Pero que también y con la misma firmeza a que condenara las herejías judaizantes, las falsas conversiones, la tolerancia laxa en la convivencia y trato con los judíos por parte de los cristianos, etc. Esto último ayuda a entender también por qué el término “judeocristianismo” (salvo para referirse a las primeras comunidades cristianas provenientes del judaísmo y que conservaron por un tiempo prácticas fundadas en la Ley de Moisés) es, de mínima, ambiguo, y, de máxima, heterodoxo y/o herético. Si por judeocristianismo se quiere hacer referencia a lo que el cristianismo ha conservado como válido y necesario del Antiguo Testamento, el término es redundante. Si, en cambio, se fomenta con esa expresión un sincretismo o un cristianismo judaizado, el término es erróneo. En cualquiera de los dos casos, lo que cuadra es hablar de cristianismo y punto. Entre otras cosas porque el judaísmo postbíblico no es, desde lo religioso, la continuación del Israel bíblico sino su corrupción, hecha sobre todo por influencia de los fariseos.
El Nuevo Israel es, como explica San Pablo, el Cristianismo. De más está decir que la Fe Católica es incompatible con el antijudaísmo teológico de Marción, además de serlo con el ya mencionado antijudaísmo racista del nacionalsocialismo y con el odio o el desprecio a los judíos. Desde el Concilio Vaticano II la Iglesia ha intentado moderar el lenguaje, entablar un diálogo que permita acortar distancias innecesarias y evitar toda forma de discriminación injusta. Las buenas intenciones de los Papas al respecto no nos impiden reconocer que se ha extendido desde 1965 una mayor o menor heterodoxia y heteropraxis en relación a este tema.