EL CONSERVADORISMO EN LA POLITICA ARGENTINA
Ricardo A. Paz
Fuente: Paz Ricardo.A, El conservadorismo en la política argentina, en LA CONSERVACIÓN del patrimonio material y espiritual de la nación, Bs.As., Oikos, pp. 199-215
El pensamiento conservador argentino, al no haber merecido expresión teórica, metódica y sistemática, es, regular y curiosamente, confundido con su opuesto, el liberalismo racionalista. Empero, el conservadorismo tradicional existe y ha gobernado en esta tierra representado por hombres, partidos, grupos y diversas etiquetas políticas.
Acaso más notable que la fusión de las sangres y clases sociales sea, en nuestro país, la de las categorías políticas. Ley o signo de la llamada política criolla es la indefinición de las fronteras ideológicas y la convivencia, bajo un mismo rótulo, de tendencias harto discordantes. Entre conservadores, radicales, socialistas y justicialistas hay, sin duda, distingos de estilo o modos de gobernar, pero, dentro de cada uno de esos grandes agrupamientos, también es fácil hallar entremezclados y confundidos a nacionalistas con adeptos a variadas escuelas internacionalistas, reformistas con revolucionarios, e inclusive católicos con marxistas.
En un paisaje político así de desdibujado como la pampa nativa, las corrientes de pensamientos de fórmulas menos nítidas o sistemáticas tienden a esfumarse hasta el punto de perder identidad. Tal es el caso del conservadorismo, el que no sólo careció siempre de doctrina intelectual diferenciada, sino que regularmente es tenido por el equivalente de su opuesto, el liberalismo.
Sin embargo, desde el principio de nuestra histona la savia conservadora nutrió la vida política nacional. Saavedra, el deán Funes, Pueyrredón, Rozas y Urquiza representan la tendencia, y a la cepa conservadora de Adolfo Alsina debe el radicalismo lo sustancial de su idiosincrasia, así como existió y existe un ala conservadora informe dentro del peronismo.
Al igual que un fondo de raza autóctona, por diluida que aflore, es hoy rasgo común al argentino de más de dos generaciones, del mismo modo en todos nuestros partidos políticos se pueden hallar vestigios del conservadorismo vernáculo, aunque sus descendientes renieguen de él y aun cuando el nombre mismo vaya desapareciendo.
Cual si se tratara de un recuerdo indiano sobre linajes primitivos, de lustre dudoso, el apellido conservador no tiene hoy registro oficial sino en la provincia de Buenos Aires. En el resto del país las fuerzas conservadoras se dicen liberales o demócratas, o bien adoptan denominaciones provinciales. En el idioma argentino no se hacen distingos de peso entre liberalismo y conservadorismo, bien que muy cerca, en Colombia y en Chile, para no abundar en otros ejemplos, sean todavía antitéticos o adversarios.
La fusión de liberales y conservadores se ha operado aquí de tal suerte que los dos términos se usan como sinónimos. Don Reynaldo Pastor expresa en La verdad conservadora: “En las liberales concepciones conservadoras la libertad es lo esencial”, y el doctor Emilio J. Hardoy dice con más precisión en Defensa de la responsabilidad: “Si se nos pregunta qué es lo que distingue esencialmente a los conservadores responderíamos sin vacilar: nosotros somos los que ponemos ante todo la libertad. La libertad es el más importante y trascendental de todos los fines políticos de la comunidad y el medio indispensable para que el individuo pueda realizar plenamente su destino”.
Otro militante conservador, el doctor Pablo González Bergez acaba de declarar en la revista “Vigencia” (N° 51) que “al país le ha hecho mucho daño, en las últimas décadas, la ausencia – o la presencia muy débil— de una gran fuerza conservadora de las instituciones, del orden, de los derechos individuales, de la tradición republicana”, pronunciándose a la vez por la constitución de un “partido nuevo”, de centro, donde hallen su cauce “quienes quieren vivir como ciudadanos de una democracia y no como súbditos de un Estado asfixiante, que son en definitiva liberales, a veces sin saberlo…”.
El distingo neto con el liberalismo aparece, sí, en el pensamiento del doctor Vicente Solano Lima, expresado también en la revista antes citada. El ex vicepresidente de la Nación, tras recordar a Saavedra y a Moreno, concluye en que “los partidos políticos rondan en derredor del leitmotiv que ellos implicaron: la república liberal, laica, inspirada en la Revolución Francesa, y la república humanista, católica, independentista, inspirada en la clásica civilización cristiana y la latina… El Partido Conservador Popular, entroncado en las tradiciones patricias y cristianas, ha proyectado su concepción del futuro en una tentativa de mantener intactos los dogmas de la nacionalidad, tanto frente al liberalismo, en cuanto a tendencia disolvente de la concepción del Estado clásico, cuanto al marxismo, que agrede aquellos valores nacionales, o cualquier totalitarismo”.
Pero la idea del doctor Solano Lima no ha cuajado en el campo del pensamiento ni en el de la política, al no haber podido captar a la gran corriente conservadora argentina, que sigue dispersa y desorientada, cobijándose bajo la doctrina liberal o vegetando en partidos diversos.
No ha aparecido todavía el pensador que haya propuesto un ideario conservador divergente del liberal, y, salvo por José Ingenieros en Evolución de las ideas políticas, no ha sido ensayada la interpretación de la historia argentina como el discurrir de esas dos grandes corrientes que, como las oceánicas, por momentos se contraponen y encrespan en fortísimas marejadas y en otros se confunden acelerando la marcha de las aguas hacia un mismo objeto, por semejantes rumbos. Es curioso que a esta forma de comprensión dialéctica se hayan preferido otras, tales como la oposición de unitarios y federales, o provincianos y porteños, o caudillos y doctores, o pueblo y oligarquía, las que requieren todas un esfuerzo de deformación de la historia verdadera para amoldarla al esquema prefijado.
Sin ánimo de desechar tales interpretaciones, que tanto han contribuido a la inteligencia de nuestra historia, baste recordar que el gran unitario fue Rozas, que la entrega de Buenos Aires a la Nación no fue sólo querida por los provincianos sino por la mayoría de los autonomistas porteños, que hubo y hay doctores y caudillos en todos nuestros partidos, y que los argentinos no se dividen por clases sociales, sino por banderías políticas, cual se comprueba, entre tantos otros modos de hacerlo, observando la composición peculiar de las fuerzas conservadoras, hasta hace muy poco simbiosis de la alta clase con la plebe en los suburbios de Buenos Aires, y del patrón con la peonada brava en los campos de las provincias, o también la del propio radicalismo, conglomerado de clase media, obreros y estancieros, o, en fin, la del peronismo, que, a fuerza de grande y nutrido movimiento, abarcó todos los estamentos económicos, industriales, sindicales, profesionales, etc., excluyendo tan sólo a lo principal de nuestro patriciado, probablemente por razones de táctica electoral.
En cambio, al escrutar nuestra historia valiéndonos del método, tan clásico como poco frecuentado, de la confrontación entre las tendencias conservadoras y tradicionalistas y las progresistas e innovadoras —expresión ambas de temperamentos orgánicos y del orden natural de las cosas— se torna ella más generosa en enseñanzas, e inclusive en hechos, hasta ahora preteridos por no encajar en hermenéuticas menos amplias y flexibles.
En Mitre, López e Ingenieros se hallan los elementos y juicios para entender los años anteriores a la organización nacional como el batallar de esas grandes tendencias, representadas una por Moreno, Monteagudo, Castelli, Rivadavia, Echeverría, Sarmiento y Alberdi y la otra por Saavedra, el deán Funes, Pueyrredón, Rozas y Urquiza, para describirlas mediante sus hombres más representativos, y bien que en esos hombres mismos, como en todo otro cualquiera, las dos formas del ser, que son las del Ser en el Devenir, se hayan dado unidas o puedan parecer a ratos indiscernibles.
Mas en este punto conviene evocar a qué nos referimos cuando hablamos de conservadores. No por cierto definirlos – asunto de mucha monta para este ensayo –, sino tan sólo señalarlos, a fin de hacerlos reconocibles. Por conservador tenemos a “quien reverencia la tradición en cuanto ella encierra las creencias permanentes de la fe y de la cultura heredadas; respeta los valores establecidos y los presume verdaderos mientras no se demuestre lo contrario, a la inversa de la moda del siglo, que hace jugar la presunción en favor de lo nuevo; acata las costumbres y guarda las formas, pues supone que algo expresan, que no en vano han pasado el filtro de los siglos para llegar decantadas a nuestros días, y que sería locura transgredirlas por el vicio de innovar con frenesí de modisto; prefiere la experiencia a las ideas a priori, que se condensan en nubosidades ideológicas donde estallan después las tormentas sociales, y es así práctico sin ser pragmático y razonador sin ser racionalista, porque no gusta de filosofismos adventicios ni de sistemas doctrinarios donde alcanza la natural sabiduría” (del prólogo del autor a La historia que he vivido, de Carlos Ibarguren).
Si este método de identificación pareciese insuficiente, podrían añadirse algunas características al conservadorismo, por ser concepto confuso, ya que poco abstracto, es decir, menos clasificable en el plano de las ideas puras por más rico en contenidos reales.
Conservadores en el sentido antes expresado no ha de decirse de los meros “retardatarios”, como los califica invariablemente Ingenieros, sin justicia ni simpatía. Conservadores no son tampoco los sustentadores del orden dado, en todo tiempo y lugar, cualquiera que sea este orden. Sólo en un sentido abusivo ha podido hablarse de una tendencia “conservadora” dentro del marxismo leninista en la actualidad. Por muy afecto que haya sido al orden establecido por él mismo, mal podía llamársele “conservador” a menos de vaciar el concepto de todo otro contenido que no sea el de la resistencia ante la evolución. Pero en ese caso más vale decir antes que fuerzas conservadoras, fuerzas de la inercia, lo que es más descriptivo.
Conservador pudo en cambio decirse de Stalin —y se tornó éste por un instante— cuando comprendió y utilizó los resortes del patriotismo, el amor atávico por la Santa Rusia, para levantar el alma nacional contra la invasión alemana, pues ahí, en esa maniobra política pura, estaba reconociendo de todos modos implícitamente la superioridad de un insigne valor antiguo sobre los entusiasmos interminentes de la causa marxista.
Para resumir, lo conservador se emparenta de modo las más de las veces inexpresado con lo que Huxley llamaba la filosofía perenne, con ese conjunto de principios que traspasan los tiempos y las culturas y que semejan lo imperecedero, lo que permanece incambiado en la evolución y lo que sobrevive a todas las revoluciones.
En cuanto a lo que una nación concierne, la esencia de lo conservador yace en el sedimento secular que resume no tan sólo su carácter sino el sentido de la propia identidad. Para nuestro país esto es lo criollo. No tanto lo hispánico, bien que de España hayamos recibido religión, lengua, cultura y ciertas costumbres sino el sabor peculiar con que todo ello se ha dado después de su trasplante e hibridación en nuestro suelo. Esta Argentina criolla es la que no ha tenido expresión política conceptual, precisamente porque las fuerzas conservadoras no han sabido dársela. Leyes, instituciones, ideologías y constituciones —para no hablar sino de la política— son todavía artículos de importación, más o menos adaptados a nuestra idiosincrasia.
Sin embargo, desde un comienzo el país genuino y oculto pugnó por manifestarse, refrenando los excesos de ideólogos y utopistas. Sostuvo a Saavedra, desconfiando del jacobinismo de Moreno, Castelli y Monteagudo; produjo la revuelta del 5 y 6 de abril para instalar la Junta Grande y dar representación al interior y con él a un estilo más sobrio y templado. Estuvo ausente en la Asamblea del año XIII, pero resurgió con intenso sentido político en el Congreso del XVI, donde afrontó dos hechos fundamentales con igual realismo: el hecho de que estos pueblos ya eran independientes y el hecho de que las instituciones liberales que se le proponían no servían para gobernarlo. De ahí, a un tiempo, su resuelta Declaración de la Independencia y sus devaneos y conatos monárquicos, cosas, para algunos, contradictorias o reveladoras de vacilante dualidad de criterio. No hay nada de eso: en ambos casos el Congreso del XVI quiso ser sólo realista, bien que, por comprender que la utopía de la república estaba conduciendo a la anarquía, fuese tentado por la utopía opuesta, la de una monarquía incásica. El diagnóstico era acertado, como después se comprobó, pero no el remedio, que todavía hoy nos es desconocido.
Fracasó después el esfuerzo del Congreso por hallar en el director supremo el sustituto del monarca constitucional, y llegó la anarquía, originada sin duda en la rebelión de las provincias contra Buenos Aires, y del campo contra las ciudades, pero sobre todo en la resistencia pugnaz frente al país nuevo del país colonial, que volvía por sus creencias, costumbres y antiguas libertades. No se gritó como en España, con irónica intención, “¡Vivan las cadenas!”, pero se sintió más dura, más intolerable y más irritante la primacía de los grupos revolucionarios de Buenos Aires sobre las provincias y su propia campaña, que la acostumbrada autoridad de los virreyes y gobernadores. De ahí la doble paradoja de caudillos ellos mismos despóticos sublevados contra el despotismo de los liberales, y de estos liberales resueltos a afianzar la libertad mediante el despotismo. Es que, en rigor, la anarquía fue un episodio de la sempiterna emulación entre las libertades y la libertad.
Por eso Rozas hablaba de la “licenciosa tiranía de la liberad” y por eso también su receta para salir de la anarquía y para constituir institucionalmente al país. No consistió ésta en adoptar sencillamente la doctrina federal, tal como pudo exponerla Dorrego, sino en elixir más sutil. Advertido de que la república federal era ni más ni menos exótica que la unitaria, por ser lo exótico la república, organizo el país conforme al régimen que él mismo se había dado, como una asociación de caudillos bajo un mando común.
Con este método empírico se forjó la unidad nacional. Tal como Rozas lo anunció a Quiroga en carta célebre, así fue su gobierno en lo que atañe al problema institucional. Un gobierno de formas y criterios conservadores, restaurador del orden colonial, afirmado en las creencias religiosas heredadas, afecto a lo vernáculo por ser producto decantado de la experiencia histórica, popular por ende, y, también por lo mismo, sostenido por el patriciado más rancio. En un solo punto no le llamaríamos hoy conservador: en la supresión de las libertades —todas las políticas y algunas de las civiles—. Mas, por un lado, en ese tiempo la tradición dominante no comportaba otros derechos políticos que los reconocidos y respetados en los Cabildos, y eran todavía novedades que en modo alguno se habían prestigiado, si no al contrario, la libertad de prensa y demás, hoy connaturales al ciudadano, y, por el otro, la dictadura se había tornado forzosa, para domeñar la anarquía. Sin embargo, en ese punto también Rozas procede al estilo conservador, pues no cierra ni declara caduca a la Legislatura ni prescinde del principio de elección popular como el de legitimación del poder, sino que adapta estas dos recientes figuras institucionales al régimen suyo, en cuanto tenían de compatibles con el momento histórico. Un doctrinario de la Dictadura se hubiera hecho llamar Emperador o César y hubiese armado un sistema legal conforme a la esencia de la institución. Rozas no cree ni en la república, ni en la dictadura, ni en la monarquía. Presiente cómo debe gobernar y así gobierna, graduando la autoridad, la fuerza e inclusive el terror según las conveniencias de las circunstancias. Es un dictador tanto por temperamento como por necesidad; pero un dictador conservador, al modo de Sylla.
Su vigoroso realismo no le alcanzó para aceptar que ciertas ideas irreales, arbitrarias o ilusorias forman parte no obstante de la realidad política, en cuanto se toman poderosas por imposición, contagio o veleidades de la moda. De ahí que no reconociese la conveniencia de dar a su régimen constitución escrita y que abandonara a sus adversarios una bandera que, con más realismo, o quizá cinismo, pudo haber levantado él mismo, realizando lo que Urquiza intentó en San Nicolás.
De todos modos, la historia probó, con un cuarto de siglo de guerra civil adicional, que, en 1853, la Constitución era todavía contraria a la naturaleza política del país, un espejismo tras el que se puso a caminar y camina aún, no sabiendo si se ha acercado o alejado del oasis.
Pero no es el objeto de este ensayo hacer juicios de valor sobre la acción de nuestros gobernantes, sino descubrir en ellos la tendencia que los domina.
Inmediatamente después de la caída de Rozas las corrientes conservadoras buscan su cauce en Urquiza. No se trata de alguna rareza o aberración, sino de caso frecuente en la historia. El gobernante que derriba suele parecerse al que él derribó. La sucesión de un gobierno a otro no elimina en un día, ni los hábitos políticos, ni la mayor parte de los funcionarios públicos, ni las costumbres adquiridas por la población, ni el curso regular de los expedientes, ni, en fin, todo aquello en que estriba la evolución natural de las cosas, aun en medio de la revolución. En el ocaso de los gobiernos en trance de caer se halla prefigurada la naturaleza del que le sucederá, así como los colores y celajes del día que se pone anuncian el tiempo del venidero.
Derrotado Urquiza también, diríase que todo estaba listo para hacer el país a imagen y semejanza de las doctrinas liberales. Y en cierto modo así fue. Mitre, desde 1862 a 1868, arrasó con las cabezas visibles de la reacción federal, que se habían acantonado en las provincias andinas, neutralizó definitivamente al propio Urquiza y dejó a Sarmiento el camino allanado para que prosiguiese igual programa e iniciase el suyo de grandes reformas institucionales, y de mutación de la Argentina criolla en otra inédita y estrictamente europea.
Mas, precisamente en el momento en que la revolución liberal parecía consumada y triunfante, nace de su mismo seno la más poderosa y perdurable de las corrientes conservadoras. Abatida la Argentina criolla en Rozas y otros caudillos de tierra adentro, y desahuciado el intento de Urquiza de conciliar ésta con el progreso y la República mediante la combinación de caudillismo y constitucionalismo, las ideas conservadoras, en puridad lógica, debieron desaparecer de nuestra vida política. Sin embargo, no fue así, y nuevamente no por paradoja sino por razón de orden natural. Esas fuerzas de la tradición y del viejo país, expulsadas del poder y deshechas, volverán a agruparse dentro del poder que las desalojó, quedándose a la postre con él, al precio de algunas concesiones al nuevo orden. Rozistas y federales hallarán en la disidencia promovida por Adolfo Alsina, dentro del partido nacionalista, esa ocasión que la historia siempre brinda a los conservadores que no desmayan. Alsina será el gran conservador entre todos nuestros repúblicos, y tal vez por lo mismo el más olvidado. Con él, el conservadorismo asume formas republicanas, en un país que ha cambiado, no en sus esencias pero sí en sus hábitos políticos. Las ideas del siglo se han impuesto en la opinión, al punto de constituirse en la primera realidad de la vida pública. Alsina no hará entonces cuestión de ellas, ni tampoco parece haberlas puesto en duda o revisado en la intimidad de su pensamiento. Pero rara vez se le oirá hablar de los grandes principios, ni de idealidades, ni de teoría constitucional, ni de tantos otros temas caros a sus correligionarios y amigos. Se impondrá y mandará en política no por los prestigios de sus ideas, sino de sus virtudes, carácter y coraje. Antes que nada el valor personal, tan pronto y vivaz como el de cualquier cuchillero; luego la franqueza, llaneza y sencillez en el trato y en la expresión; finalmente la honestidad, la autoridad moral del hombre de bien, la generosidad con amigos y enemigos y el don para sentir y suscitar afectos. Fue el prototipo de los caudillos de la República y, al igual que muchos de ellos, no se ocupó casi de doctrinas. Pero aun en ese campo, y en la muy corta medida que quiso expresar en forma abstracta, Alsina definió un estilo y esbozó un pensamiento propio dentro de su generación. Dos ejemplos solamente: entra en la Cámara de Diputados el proyecto de abolición de la pena de azotes en el Ejército; la Cámara por aclamación lo aprueba. Huelga decir que en estas aclamaciones palpitaba todo el sentir liberal de la época. Alsina vota también en favor del proyecto, y enseguida pide la palabra para decir que ha aclamado con todos la abolición de la pena, porque así lo dispone la Constitución, mas agregando: “Creo, sin embargo, que, por ahora al menos, nos quedamos sin Ejército”. Este mismo instinto conservador lo distingue cuando se debate en la Convención Constituyente de la Provincia de Bueno Aires el apoyo que el Estado debía prestar al culto católico: allí Alsina se manifiesta, contra la mayoría, por el sostenimiento del culto.
A través de él y del partido que funda vuelven a la vida pública los Sáenz Peña, los Alvear, los Irigoyen, los Lahitte, los Anchorena y legión de otros rozistas, que se sienten comprendidos en sus sentimientos tradicionalistas y que aportarán al nuevo movimiento, con el poncho colorado, divisa federal, ideas muy alejadas del liberalismo, en cuestiones de fondo. Verbigracia en la moderada protección de las industrias, opuesta al embeleco del libre cambio a todo trance, a la sazón en boga, o en la sanción de leyes para entregar la tierra fiscal a la colonización, contra el abandono sin reatos de la propiedad rural a los azares del mercado y la especulación (ver Los autonomistas del 70, por Fernando Barba, Pleamar, 1976).
Faltó otra vez, es cierto, la definición de un programa distinto al de los liberales de la época, pero no la impronta de una voluntad y un temperamento político, tras los cuales se adivina, o está a la vista, el ideario conservador.
En Alsina, en fin, se dará la hasta hoy única feliz síntesis argentina del político práctico con el gobernante, del patricio con el caudillo popular, del porteño con los provincianos y del conservador con el reformista. De esta síntesis lograda en un hombre, y en el partido por él fundado, brotará la concordia de los espíritus, y con ella la magnanimidad para tratar con el adversario vencido, todo lo cual florecerá en la conciliación nacional, formulada y hecha desde el poder, para dar sitio honorable en la ciudad común a la oposición mitrista. Esta política inaugurará y presidirá medio siglo de vida argentina, en el cual las tendencias aglutinantes de la nacionalidad se sobrepondrán, ardua pero gloriosamente, a la atávica y bien bautizada por Joaquín González “ley del odio”, para ir asentando y aquietando el impulso épico que armó la unidad nacional mediante el facón de Rozas y el fusil de Mitre, en los trabajos y ocios de una larga paz interior.
Del tronco de Alsina se desprenderá el grupo “republicano”, constituido por los disidentes con la conciliación, acordada con Mitre en 1877; y de esta disidencia, donde ya palpita y se incuba la intransigencia como actitud política contraria a la conservadora concordia, surgirá el partido Radical.
Los autonomistas leales a Alsina fundarán, juntamente con agrupaciones afines de las provincias, el Partido Autonomista Nacional, que ha de gobernar durante un cuarto de siglo —con Juárez Celman, Sáenz Peña, Uriburu y Roca por dos veces – y que dejará, al disolverse, los genes nutricios de múltiples partidos conservadores de las provincias: en 1909, Unión Nacional de Entre Ríos, Autonomista de Corrientes, Unión Popular de Santa Fe, Unión Provincial de Córdoba, Popular de Santiago del Estero, Unión Popular de Tucumán, Unión Nacional de San Luis, Partidos Unidos en Mendoza y San Juan, Autonomista en La Rioja, etc., y Conservador – con tal nombre – sólo en San Luis, Salta y Buenos Aires.
El mitrismo quedará entonces como el santuario donde se asilará el liberalismo ortodoxo de los ideólogos más puros. Ello y su pretensión de imperar entre las familias más distinguidas le insuflará tono de superioridad cultural sobre el alsinismo y sus descendientes. En verdad, familias de alcurnia y posición social hubo en ambos bandos, sólo que las mitristas tenían por suprema elegancia las novedades y el refinamiento europeo y miraban con cierto desdén a las que todavía se complacían en las añejas y sencillas costumbres, como todavía puede observarse, bien que en otra medida, en los liberales y en los autonomistas correntinos, hijos legales de Mitre y Alsina, respectivamente.
Así pues, conforme a esta genealogía, el antepasado común a radicales y conservadores es el alsinismo. De donde podría resultar que el radicalismo no fuese más que un pariente o un ala del conservadorismo, con otro apellido. Y algo de eso hay. Es por de pronto el radicalismo, a pesar de su jactanciosa etiqueta, un partido moderado, y su figura de más trascendente gravitación distaba tanto de un revolucionario como de un liberal. Hipólito Yrigoyen, nacionalista, protector de la Iglesia y del clero, caudillo criollo y autoritario, desconfiado con las novelerías extranjeras y menos que reformista en materia legislativa se acerca más a un conservador que a un radical, entendiendo ambos términos en sus acepciones europeas. En cuanto a Alvear, gobernó con los conservadores y como ellos.
Por otra parte, la influencia liberal no es más fuerte en el radicalismo que el conservadorismo, lo que explica que ambos hayan pecado cada uno a su manera contra la doctrina y la Constitución, uno en el capítulo sobre el sufragio y el otro en el de las instituciones republicanas y federales.
El autonomismo también se tiñó, o decoloró, por el liberalismo, al heredar Roca su jefatura y al enemistarse, por las leyes laicas, con el partido católico. Y hubo también dentro del autonomismo disidentes notorios frente a Roca, talen como Roque Sáenz Peña y Marcelino Ugarte, que supieron guardar mejor la tradición alsinista o conservadora neta.
Habiendo pues una dosis semejante, entre radicales y conservadores, de liberalismo y conservadorismo entreveradas, la distinción no estriba tanto en las ideas como en los temperamentos: razonador y parco, el conservador; sentimental y efusivo, el radical. Distinción que tal vez tenga origen en la mayor incorporación de los hijos de italianos inmigrantes al radicalismo.
Dentro del Partido Autonomista Nacional y, en nuestros días, dentro de sus herederos se aliaron, convivieron y fusionaron liberales y conservadores, predominando los primeros en el campo doctrinario, por la riqueza de su formulación teórica, y los segundos en el campo de la acción, por una superior intuición del país real al que gobernaban.
“Liberalismo conservador” ha llamado José Luis Romero al período de predominio del Partido Autonomista Nacional, y, aunque encierre una contradictio in terminis, la definición está bien lograda, precisamente por describir sin coherencia una de las frecuentes incoherencias de la política. Partiendo de esa definición bien pueden establecerse dentro de las fuerzas denominadas conservadoras dos grandes filiaciones históricas: la conservadora, marcada por Alsina, Carlos Pellegrini, Marcelino Ugarte, Máximo Paz, Julio Costa, Roque Sáenz Peña, Matías Sánchez Sorondo, Manuel Fresco, Ramón Castillo, Benjamín Villafañe, Antonio Santamarina, Vicente Solano Lima, Felipe Yofre, y la liberal, señalada por Juárez Celman, Joaquín González, Lisandro de la Torre, Rodolfo Moreno, Aguirre Cámara, Miguel Ángel Cárcano, Pablo González Bergez, omitiendo infinidad de nombres en dos listas inagotables y dejando sin clasificar, por no ser fácil, a los Roca, padre e hijo. Saavedra Lamas, Norberto Piñero, Emilio J. Hardoy y tantos otros.
Las dos líneas también se dan, y mejor dibujadas, en lo que a política exterior atañe. El cuidado del interés nacional, como asunto primordial, y del territorio, prestigio e influencia del país ante sus vecinos es línea de perfil conservador y está representada por Estanislao Zeballos, Bernardo de Irigoyen, Vicente y Ernesto Quesada, Domingo Pérez y otros; la confianza en la existencia y progreso de un orden internacional, el pacifismo, la política de apartar a la Argentina de las cuestiones americanas para introducirla en el gran mundo europeo y la debilidad en materia de cuestiones limítrofes es línea más liberal, que se confunde con la del mitrismo, y la jalonan Luis María Drago, Joaquín González, Montes de Oca, Quirno Costa, Terry, etc. Hay finalmente una estirpe de cancilleres de corte crudamente conservador, que van trecheando su legado de tradición diplomática a través de los regímenes y las ideologías. Son éstos: Felipe Arana, Bernardo de Irigoyen, Estanislao Zeballos y Carlos Saavedra Lamas, todos ellos empeñosos defensores de las fronteras, del Río de la Plata y de sus afluentes, como vía de comunicación vital para nuestro país; negociadores severos frente a Chile y el Brasil, e inclinados a guiarse por las realidades de la política exterior, antes bien que por las idealidades del derecho internacional.
Intentada así, a manera de hipótesis de trabajo, esta pesquisa sobre las ideas conservadoras en la Argentina, falta aún por averiguar por qué no han alcanzado manifestación intelectual original o cuando menos individualizada. Ya se ha dicho algo acerca de la absorción ideológica del conservadorismo por parte del liberalismo, y se ha recordado la dualidad de nuestra política de dar menos trascendencia a las ideas que a las emociones violentas de la lucha de las facciones. Pero sigue pendiente de respuesta el porqué de esa rendición doctrinaria precisamente ante el adversario y vecino.
A nuestro modo de ver, rasgo tan peculiar indica algo de fondo sobre el alma argentina. La negación u olvido – porque de eso se trata – de un instinto natural, cual es el de preservar y resguardar cosas, ideas y sentimientos, es propio de la primera juventud. Hombres y pueblos jóvenes tienden a mirar el pasado como impedimento que los demora en su marcha hacia el porvenir.
El hecho de que en varios países de América existan partidos conservadores perfectamente diferenciados sería una objeción sin duda válida, si todos los países, por ser de América, fuesen jóvenes. No está ello probado, y no lo parecen muchos de los titulados jóvenes por haber nacido ayer a la vida independiente. Chile, poblada en un 65% por una homogénea masa mestiza de sumisión, consciente de conformar individualidad extraña a sus vecinos y dotada de sentimientos nacionales acendrados y agresivos, no se muestra como nación joven sino madura, lo que se comprueba por la estabilidad y tolerancia de su política interna y por la sagacidad y previsión de la externa. Los Estados Unidos, herederos, sin intermediarios ni bastardías sanguíneas, de una inmemorial sabiduría práctica para la política, son nación cabal desde el mismo día de la declaración de su independencia, o desde antes, como se advierte en la admirable plenitud de los estudios y concepciones de “El Federalista”.
Pero un país como el nuestro, que comienza, durante la conquista, a establecer sus primeras poblaciones, pues ciertamente no lo eran las tribus erráticas que merodeaban por la inmensa llanura; que produce con ellas su primer cruce de sangres, al que seguirán otros – en Buenos Aires y desde los días de la Colonia – con portugueses e italianos; que ha de amoldar sus aptitudes a la vida salvaje de un desierto que licuaba y engullía costumbres, principios y normas éticas, para devolverlos sintetizadas en la única virtud del coraje; que hubo de abandonar, así, desde su infancia virreinal, tanta tradición cuanto estorbaba a la necesidad de sobrevivir en la soledad del primer hombre frente a un nuevo paraíso hostil; que se desangra y consume en guerras externas e internas durante tres cuartos de siglo y que, para remate e incontinenti, arroja sobre sí el alud inmigratorio de fin de siglo, es sin duda joven, y de una juventud extrema, porque se halla en plena formación.
Como tal – como Nación de personalidad y cuerpo en vías de constitución, que renueva incansable el total de sus células orgánicas – a cada momento se aligera del pasado cual de un peso muerto e inservible: Rozas del pasado de Mayo; los liberales del 80 del rozismo; los revisionistas del liberalismo del 80; el peronismo de todo pasado anterior a Perón, y hoy, en tren de reorganización nacional y con el plausible motivo de “superar las antinomias”, del pasado entero, que sólo de ellas está compuesto.
De ahí, el equívoco prestigio del nombre conservador y los esfuerzos de quienes lo llevan como inevitable patronímico familiar para cambiarlo por el del liberal, demócrata o centrista. De ahí, el desinterés de nuestros intelectuales por las concepciones conservadoras y el desprecio frívolo con que las miran quienes, como Ingenieros o Romero, tras reconocer, por imposición de sus claras inteligencias, que tuvieron existencia e influjo en la historia patria, al pronto las descalifican o dejan de lado, por la proclividad facciosa del progresismo.
De ahí, finalmente, que tampoco se haya llamado conservador, ni restaurador, un movimiento, cual el nacionalismo, que ha dado ya una gesta intelectual tan brillante, como fue otrora la del 80 en la persecución del futuro progreso de la Argentina, ahora en la indagación penetrante y apasionada por descubrir su alma profunda y destino último. Que el nacionalismo tradicionalista y católico, sin matiz alguno de izquierda, haya preferido proponer antes la revolución que la restauración, a fin de retornar a las tradiciones nacionales en cuanto tienen de perdurable, puede acaso atribuirse a la imposibilidad de restaurar lo inexistente o lo irremediablemente sepultado, mas también a una inclinación instintiva por la aventura, aneja a la juventud creadora.
Sin embargo, hasta que no descubran las altas inteligencias esa proclama perenne para los conservadores que yace escrita y misteriosa en nuestros anales históricos desde antes mismo de la Conquista, no habrá concluido la fundación de la Nación, porque le faltarán, las virtudes mismas, y entre ellas la templanza que, cuando es por todos ejercida, apareja la concordia y la posibilidad cierta de convivencia en el ámbito interno, así como de reacciones unánimes y constantes ante las solicitaciones, amenazas y riesgos originados en el ámbito externo.
Sin el descubrimiento del destino por el pasado, sin notica de las circunstancias y recursos morales del país para perseguir sus fines no habrá cómo hacer con eficacia la voluntad nacional, que es a las naciones lo que el libre albedrío a los hombres. Haráse sentir la escasez de frenos y contrapesos ante la “revolución”, la que vendrá a ser practicada por inconscientes revolucionistas bajo el lema huero del “cambio” o con el propósito irrebatible de lograr “un mundo mejor”. Y de este desorden intelectual, que no ha dejado por un instante de pender sobre nuestra sociedad, aun en los tiempos de superficial estabilidad institucional, no ha de salirse, porque estarán ausentes los entendimientos mínimos sobre los valores permanentes de la nacionalidad. Los entendimientos que emanan de asumir las glorias, vicisitudes y miserias del pasado como se acepta la herencia y por sus mandas de obligaciones indeclinables, con respeto, reconocimiento y amor, pues no se hace historia renegando de la historia.