REPUBLICA TRADICIONAL O DEMOCRACIA TOTALITARIA

          Las siguientes reflexiones tienen por finalidad arrojar un poco de luz acerca de la grave situación por la que está atravesando la Argentina en relación al régimen político. Sobre todo se dirigen a quienes consideran legítimo utilizar los mecanismos de la democracia y de la Constitución, no para convalidar falsos principios revolucionarios, sino para frenar ciertos males y alcanzar algunos bienes, según las enseñanzas morales de la teología católica. Y recordar que el ideal posible de una república representativa y federal implica superar esa antinomia entre oligarquía y populismo, que recorre buena parte de nuestra historia. Una tesis que queremos dejar explicitada es que la modalidad del régimen republicano que nos rige (al no establecer límites a las mayorías populares o parlamentarias y al otorgar el monopolio de la representación a los partidos políticos) es la que permite el surgimiento de gobiernos tiránicos. “Despotismo democrático” que diría John Adams, “democracia totalitaria” en expresión de Talmon o “totalitarismo encubierto” en palabras de Juan Pablo II. Contra esta modalidad se expresaron ya los líderes “saavedristas” de la rebelión del 5 y 6 de abril de 1811, al decir: “Hace tiempo que hemos visto, con no poco sentimiento, irse introduciendo una furiosa democracia, desorganizada, sin consecuencia, sin forma, sin sistema ni moralidad; cuyo espíritu era amenazar nuestra seguridad en el seno mismo de la patria, y escalar esa libertad, que buscamos a costa de tantos sacrificios”. Como vemos, el problema no es nuevo.

      Recordemos por un momento el conflicto que tuvo el kirchnerismo con el campo en 2008 o el macrismo con el movimiento pro-vida en 2018. Supongamos por un momento que los respectivos proyectos gubernamentales no hubieran estado viciados de inconstitucionalidad, que los diputados y senadores no hubiesen recibido presiones por parte del Ejecutivo y que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en un eventual fallo posterior, hubiera considerado legítima la Resolución 125 o la legalización del aborto. ¿Qué instancias de reclamo les habrían quedado a la Mesa de Enlace o a las instituciones defensoras de las Dos Vidas? Ninguna. Y lo peor es que no se podrían alegar vicios en los procedimientos formales de aprobación de la ley. ¿Cuál es el origen de este problema? La confusión entre la noción tradicional de república y la adopción de una forma partidocrática y totalitaria de democracia. En nuestra Tradición política, como fruto de los diversos pactos interprovinciales y sobre todo del Pacto Federal de 1831 (fracasados los intentos sanos de conservar una monarquía limitada, como pensaban los Congresales de 1816 o próceres como Belgrano y San Martín), quedó consagrado como régimen político el republicano y federal. La modalidad que con el tiempo adquirió este régimen fue la propia de una república presidencialista, que en sentido genérico implicó la elección indirecta de los gobernantes por el pueblo y una mayor gravitación del Ejecutivo por sobre los otros órganos del Estado como un modo de “institucionalizar” la tendencia caudillista, ponerle límites morales y jurídicos e incorporar el principio monárquico que exige todo régimen mixto. Además supuso reconocer la vigencia tres veces secular de la monarquía entre nosotros y su mayor apego en parte del Noroeste (el antiguo “Tucumán”), a diferencia del republicanismo del Litoral (Artigas y la Liga de los Pueblos Libres). De allí aquello de Alberdi, recordando a Bolívar: Los pueblos de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidentes. República presidencialista que convenció al monárquico San Martín (al ver el ejemplo similar de Chile) que se podía ser republicano hablando lengua española. Rosas fue quien logró la restauración de esa Magistratura nacional en el marco de una Confederación republicana (inspirada no en la República de los EE.UU sino en la de Roma) y Alberdi la fundamentó dentro de su proyecto de República posible en las Bases. Así expresada, la cuestión no ofrecería mayores dificultades, si el presidencialismo estuviera limitado también por dos aspectos necesarios en cualquier forma lícita de gobierno: la efectiva representación de las instituciones intermedias ante el poder político y la subordinación del Estado a una ley superior a él mismo. Lo primero fue descartado por la misma Constitución de 1853, ocasión en la cual se dejó de lado la representación de los cuerpos intermedios “ante” el poder político y el tradicional mandato imperativo del que habían gozado en no pocas ocasiones los representantes elegidos por las provincias (por ej. durante los tres siglos virreinales, en el Congreso de las Tres Cruces o en el de Tucumán). Lo segundo, en cambio, fue parcialmente reconocido al mencionar a Dios como fuente de toda razón y justicia (Preámbulo de la Constitucional Nacional de 1853), al establecer una unión moral entre la Iglesia y el Estado (art.2), al mencionar la moral pública (no sólo los derechos de terceros o el orden público) como límite de ciertas acciones privadas (art. 19) y al decir (por medio de la Comisión Redactora de la Reforma constitucional de 1860) que los derechos naturales otorgados por la Divina Providencia a las personas no pueden quedar sujetos a cambios legislativos de ninguna naturaleza. Pero todo eso fue abandonado de hecho al irse imponiendo una modalidad positivista y más tarde progresista de liberalismo, un populismo de izquierda y una aceptación mayoritaria de la socialdemocracia relativista. La defenestrada Revolución de 1930 (luego desviada en favor del capital inglés, de la partidocracia y de bochornosos escándalos de corrupción, con innegables excepciones de las cuales nos ocuparemos en otra oportunidad) tuvo como finalidad principal la reforma de la Constitución de 1853, para mantener sus aspectos positivos o de mínima tolerables, pero fortaleciendo el federalismo y restaurando la representación corporativa, sin eliminar a los partidos políticos. Lamentablemente la oposición del sector liberal del conservadorismo, del radicalismo antipersonalista y del socialismo independiente (que luego formarían la llamada “Concordancia”) impidió esa reforma, mientras que nacionalistas católicos y conservadores tradicionalistas se autoexcluyeron de la competencia electoral (contra la opinión minoritaria de Julio y Rodolfo Irazusta), apoyando en cambio cuanta sublevación militar de carácter nacionalista se produjera o aceptando el fraude (como hiciera el, por otros motivos, meritorio gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Dr. Manuel Fresco).

        En la Tradición política occidental se entiende que cualquier gobierno que actúe arbitrariamente, no respete los derechos de las entidades intermedias y sea contrario gravemente al bien común, es un gobierno injusto, independientemente que se trate de una monarquía o de una república. En esta misma Tradición, existe una distinción entre gobierno y representación: el gobierno representa a los gobernados en lo que tiene que ver con el bien común y las relaciones exteriores, pero debe existir otro órgano que represente a las instituciones sociales “ante” el gobierno para garantizar el respeto a los bienes comunes parciales de las corporaciones infra-políticas. Esa última función la cumplían en la Tradición hispánica las Cortes, las Juntas regionales o provinciales y los Cabildos abiertos. Toda la clave de un buen régimen político radica en garantizar que unidad y pluralidad sean respetados. La unidad, a través del gobierno, la pluralidad a través de la Cámara de Representantes.

    Una segunda característica de esta Tradición, es reconocer que, por encima de la voluntad de minorías o mayorías circunstanciales, de gobiernos monárquicos o republicanos, de presidentes o parlamentos, existe una ley superior – fundada en Dios – que debe ser acatada, y una herencia (sabiduría política práctica acumulada en el tiempo) que es prudente respetar. En un régimen de esta naturaleza, las corporaciones no imponen su decisiones al gobierno, pues en tal caso el interés sectorial estaría por encima del bien común (falso corporativismo) y el gobierno tampoco impone sus decisiones sin el acuerdo de las entidades intermedias, pues se confundiría el bien común con la razón de estado (estatismo). Las políticas son pues, en este modelo,  fruto del acuerdo, con el único límite para el gobierno y el parlamento de respetar la ley natural y divina, y la tradición. Este modo de actuar, que funcionó en las monarquías y repúblicas medievales, fue alterado por el absolutismo monárquico (que desconoció de hecho la representación corporativa) y por la democracia inorgánica originada en la Revolución Frances, pues esta última convirtió el absolutismo monárquico en absolutismo democrático de ejecutivos fuertes sin control (falso presidencialismo), de gobiernos y parlamentos sin límites (democracia relativista) o de gobernantes demagógicos y maquiavélicos (democracia populista y de masas). La democracia revolucionaria es entonces, por sus mismos fundamentos, totalitaria: el parlamento dejó de ser el órgano de representación de los cuerpos intermedios, para pasar a representar a toda la Nación, lo cual no habría sido grave si se hubiera creado algún órgano que mantuviera la representación tradicional. Pero esto no se hizo, y los parlamentarios del nuevo régimen eliminaron el mandato imperativo, adjudicándose un mandato general merced al cual no tienen obligación de rendir cuenta de sus decisiones a los representados. Naturalmente el problema se agravó en los países que adoptaron el monopolio de la representación por parte de los partidos políticos (partidocracia) y la rigidez de la “disciplina partidaria”. En cuanto a los límites jurídicos, se dejó de lado la noción clásica de ley natural y de tradición, para suplantarla por la de “voluntad general(Rousseau), cuyos hijos fueron primero el positivismo (es legítima le ley positiva porque la dicta el Estado democrático) o el relativismo (el mero consenso social es fuente de licitud). Dentro de este modelo (falta de representación ante el poder,  desconocimiento de la ley natural y ruptura con la tradición) al pueblo sólo le queda la libertad de elegir cada tantos años al tirano de turno (tirano individual en ejecutivos fuertes o tiranos colectivos en parlamentos sin limites). 

       Cuando se acusa a las entidades intermedias de querer una “democracia corporativa”, eso debería considerarse un elogio, porque es el legítimo reclamo de tener un órgano de representación ante el poder político (Ejecutivo y Parlamento), que limite de modo efectivo al Estado en beneficio de la llamada (de modo impropio) sociedad civil. Una verdadera república o democracia orgánica no otorga el gobierno a las corporaciones sino que les reconoce un ámbito de participación (consultivo o deliberativo según los casos) para permitir la existencia de un gobierno representativo y de una representación “ante el gobierno” de los cuerpos intermedios. Una república tradicional, si además acata la ley natural por encima de mayorías circunstanciales, es mucho más representativa y respetuosa de la dignidad humana, que una democracia absoluta, sin más límites que el consenso o la voluntad del Estado, y sin contrapoderes reales al gobierno. Mientras este debate  no se instale en la opinión pública, seguiremos siendo víctimas de una democracia totalitaria . Como ha sostenido Torcutato Di Tella, un sociólogo no precisamente defensor de la representación corporativa ni del orden social tradicional: “Para gobernar esta sociedad salvaje, mala, como todas las existentes, se necesita hacerlo con los grupos corporativos. A esta mala palabra hay que entenderla. Porque ¿qué son los grupos corporativos? Son los empresarios, grandes, medianos, rurales, industriales, nacionales o extranjeros, financistas o no; y también las organizaciones populares que son básicamente los sindicatos y otros organismos cercanos a los sindicatos, como pueden ser organizaciones de habitantes de localidades (…) u otros grupos de tipo organización popular de base, que son también considerados grupos corporativos, o sea, que expresan intereses colectivos de gente que tiene una organización especial y una capacidad de financiarse. Éste es el revés de la  trama de la democracia. La democracia no es lo que pretende ser. La democracia no es un hombre o una mujer un voto. La democracia es más bien una corporación un voto. El sistema democrático donde existe realmente, donde funciona mejor, en realidad es en un sistema corporativo. El sistema corporativo a los sectores de la burguesía que son una minoría, les da una equiparación de voto a los sectores populares. Esta es la teoría corporativa, que el fascismo en teoría habría aplicado, aunque de hecho era una dictadura simplemente. Según los teóricos corporativistas, en el sistema de los partidos políticos no hay una verdadera representación orgánica, la gente no conoce de qué está hablando, los partidos políticos son grupos competitivos demagógicos, mejor que eso es la organización por grupos de interés. En estos grupos de interés cada uno de ellos tiene una representación en un parlamento que representa esos intereses, proporcionalmente no al número de su miembros sino a su peso, representación cualitativa como se dice a veces. Teoría corporativa que no sólo fue expresada por el pensamiento fascista sino que viene de mucho antes, del pensamiento católico tradicional e incluso es una variante del pensamiento liberal y hasta progresista.  (…) Yo no estoy proponiendo eso, pero lo que estoy diciendo es que las democracias donde funcionan, funcionan porque de hecho son corporativas”.

     De lo que se trata pues, es de exigir una reforma constitucional que reconozca la necesidad de limitar el poder del gobierno mediante el acatamiento de la ley natural y divina, de la tradición y de las entidades intermedias, representadas estas últimas por personas que puedan ser dotadas de mandato imperativo y que actúen en un órgano específico, distinto al de los órganos de gobierno (Presidente y Parlamento) elegidos por el pueblo. O devolverle al Parlamento su función de institución representativa de las corporaciones, en lugar de la actual de ser parte del poder político. Si a eso le agregamos que los municipios y las provincias sean verdaderamente autónomos, que se promocione la formación de una clase dirigente virtuosa y un pueblo orgánico-jerárquico, que se respete la independencia de la Justicia, que exista una sana opinión pública, que la propiedad privada esté equitativamente distribuida, que se fomente la virtud y no el vicio, que haya una valoración positiva por las virtudes del mundo rural y que se restaure el Colegio Electoral (para darle mayor peso al Interior en la elección del Presidente), entonces habremos hecho de la democracia algo más que una simple palabra de moda. Una reforma en tal sentido fue pedida por políticos y pensadores de distintas corrientes políticas argentinas, como José Manuel Estrada, Julián Barraquero, Rodolfo Rivarola, Leopoldo Lugones, Carlos Ibarguren, Matías Sánchez Sorondo, el Tte. Coronel Kinkelin, Juan Carulla, Rodolfo Irazusta, Julio Meinvielle, Héctor Bernardo, Martín Aberg Cobo, Leonardo Castellani, Rómulo Amadeo, Alejandro Ruiz Guiñazú, Bonifacio Lastra, Roberto Podestá, Marcelo Sánchez Sorondo, Faustino Legón, Pablo Ramella, Arturo Sampay, Alberto Ezcurra Uriburu, Jordán B. Genta, Fernando Martínez Paz, Roberto Gorostiaga, Raúl Puigbó, Mario Díaz Colodrero, Guillermo Borda, Miguel Ángel Ferrer Deheza, Carlos Caballero, Arturo Mor Roig, Mario Morello y Carlos A. Sacheri. Tal vez sea hora de volver a pensar en estas propuestas. De este modo podremos sí tener la república católica, tradicional, federal, presidencialista y representativa pensada por José Gervasio de Artigas, Estanislao López, Tomás Manuel de Anchorena y Don Juan Manuel de Rosas, síntesis de nuestra tradición monárquica con el republicanismo de corte clásico defendido por el Partido Federal, y los aspectos positivos de las instituciones norteamericanas valorados a la vez por federales y unitarios como el Colegio Electoral, el Senado como órgano representativo de las Provincias o el control de constitucionalidad. No olvidemos que de allí arranca nuestra Tradición republicana, como expresaran con claridad las Instrucciones dadas a los diputados que participaron del Congreso artiguista de las Tres Cruces en 1813: “Los diputados no admitirán otro gobierno que el republicano confederado” ni “otra religión que la católica que profesamos”

Fernando Romero Moreno