Defensa de la Hispanidad en y desde la Argentina
A lo largo de estos años de los Bicentenarios hemos profundizado en los valores e instituciones de la Comunidad Hispánica de Naciones a la cual pertenecemos los americanos. Fue mérito del Presidente argentino Don Hipólito Yrigoyen el haber instituido el Día de la Raza para honrar la memoria de la España civilizadora y evangelizadora. Yrigoyen, (uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical), recibió, en reconocimiento a su noble decreto, la condecoración del collar de Isabel la Católica en nombre del Rey Alfonso XIII, que por entonces gobernaba de hecho (que no de derecho) el Reino de España.
Nosotros, como aquel presidente, seguimos viendo en el 12 de octubre una ocasión más para agradecer el legado del Imperio Español en América y no una jornada para fomentar una relativista “diversidad cultural”, anticatólica y antiespañola, como se fomenta desde la llegada del kirchnerismo al poder en la Argentina. Con anterioridad se habían pronunciado de forma favorable a la Tradición hispánica en nuestra Patria Don Tomás Manuel de Anchorena, el Padre Castañeda, Don Juan Manuel de Rosas y el presidente conservador Nicolás Avellaneda, entre otros. Años más tarde, correspondió al Padre Zacarías de Vizcarra (nacido y muerto en España, pero que vivió largos años en nuestro país) acuñar el término Hispanidad con el significado que hoy le damos y a Don Ramiro de Maeztu – diplomático, político e intelectual de la Madre Patria, que fuera embajador en la Argentina – su enérgica defensa.
Podemos afirmar sin mucho margen de error, que el concepto de Hispanidad terminó de perfilarse entre Buenos Aires y Madrid, gracias al trato frecuente que el Padre Zacarías de Vizcarra y Don Ramiro de Maeztu tuvieran en aquellos años con pensadores y escritores del nacionalismo tradicionalista argentino como Ernesto Palacio, Julio y Rodolfo Irazusta, César Pico, Tomás D. Casares, Alberto Ezcurra Medrano, Lisardo Zía y Mario Lassaga, entre otros. A su turno, la defensa de la Hispanidad sería incorporada también a la Doctrina Justicialista por el Tte. Gral. Juan Domingo Perón. Menos conocido que todo esto es, en cambio, el proyecto pro- hispánico del Gral. San Martín, resumido en la decisión de independizarnos del Rey (al haberse agotado todas las instancias de una solución pacífica, dado el rechazo de Fernando VII de recibir a los representantes rioplatenses en 1815) pero seguir siendo fieles a los valores de la Hispanidad.
Esto quedó claro (teniendo en cuenta los argumentos jurídicos del Manifiesto a las Naciones hecho por el Congreso de Tucumán en 1817, a pedido de San Martín) cuando el Libertador ofreció al Virrey De la Pezuela primero y al Virrey La Serna después, la formación de una monarquía católica independiente, con un Príncipe de la Casa de Borbón a la cabeza (que no era otro que Don Carlos María Isidro de Borbón Parma), un tratado comercial favorable a España, una especie de doble ciudadanía para españoles americanos y peninsulares, y la unión de los Ejércitos Realista y Patriota. Esta Monarquía abarcaría el Bajo y Alto Perú, Chile y el Río de la Plata.
Las palabras textuales del Libertador al Virrey del Perú en la Hacienda de Punchauca fueron las siguientes: “General, considero este día como uno de los más felices de mi vida. He venido al Perú desde las márgenes del Plata, no a derramar sangre, sino a fundar la libertad y los derechos de que la misma metrópoli ha hecho alarde (…) La independencia del Perú no es inconciliable con los más grandes intereses de España (…) Pasó ya el tiempo en que el sistema colonial (sic) pueda ser sostenido por la España. Sus ejércitos se batirán con la bravura tradicional de su brillante historia militar. Pero los bravos que V.E. manda, comprenden que aunque pudiera prolongarse la contienda, el éxito no puede ser dudoso para millones de hombres resueltos a ser independientes; y que servirán mejor a la humanidad y a su país, si en vez de ventajas efímeras pueden ofrecerle emporios de comercio, relaciones fecundas y la concordia permanente entre hombres de la misma raza que hablan la misma lengua, y sienten con igual entusiasmo el generoso deseo de ser libres (…) Si V.E. se presta a la cesación de una lucha estéril y enlaza sus pabellones con los nuestros para proclamar la independencia del Perú, se constituirá un gobierno provisional, presidido por V.E. (quien) responderá de su honor y de su disciplina; y yo marcharé a la península, si necesario fuere, a manifestar el alcance de esta alta resolución (…) demostrando los beneficios para la misma España de un sistema que, en armonía con los intereses dinásticos de la casa reinante, fuese conciliable con el voto fundamental de la América independiente”.
Don Manuel Abreu, delegado de Fernando VII, quedó admirado por esta propuesta de San Martín, hecha para “reunir de nuevo las familias y los intereses”, en expresión que él atribuyó al Gran Capitán. San Martín había negociado los alcances de este acuerdo, entre otros, con su hermano Justo Rufino, que era oficial de la Secretaría de Guerra de Fernando VII en España. Y le había aclarado al Arzobispo Las Heras de Lima, que sus ideas eran diametralmente opuestas a las de la regicida y anticristiana Revolución Francesa. Lamentablemente su propuesta, como otra similar hecha por el Libertador de México Don Agustín de Ithurbide (el Plan de Iguala), no fue aprobada por influencia de la masonería, funcional a los intereses imperialistas de Gran Bretaña. San Martín, que no era masón (no hay documentación seria que respalde esa acusación) pero que había tenido trato con oficiales ingleses, como todos los militares españoles que peleaban contra Napoleón en la Península, advirtió a poco de llegar al Río de la Plata (para “salvar España en América”, en palabras de Don Roque Raúl Aragón), que la supuesta ayuda británica no era más que una trampa y que había que llegar a una paz con la Corona, si Fernando VII volvía al Trono. No es una hipótesis sin fundamento el suponer que haya sido por influencia del Gral. Manuel Belgrano (católico y anti-masón) que San Martín llegara a esa conclusión.
Lamentablemente las logias masónicas de Buenos Aires y del Perú se encargaron de frustrar esos planes, sobre todo por las relaciones que el masón Gral. Valdés (del ejército del Virrey La Serna) tenía con la logia masónica de Julián Alvarez en el Río de la Plata (y no con la Logia Lautaro, que no tenía carácter masónico). Esto también daría una explicación razonable no sólo a la falta de apoyo sino a la clara persecución que San Martín sufriera por parte de porteños al servicio de la Pérfida Albión (Rivadavia, Alvear, el Partido Unitario), su pelea con gran parte de sus “amigos británicos” (entre otros, el lamentable Alte. Cochrane), su exilio forzoso por la amenaza de muerte que pesaba sobre él por decisión de los políticos anglófilos de Buenos Aires, su amistad con los Caudillos del católico Partido Federal (Quiroga, López, Bustos, Rosas, etc), su insistencia en que los dirigentes de este Partido vencieran al “círculo británico” que rodeaba a los unitarios (como le dijo en 1829 a Iriarte), su apoyo a la dictadura tradicionalista de Rosas como a su enérgica defensa de la soberanía política argentina frente a Francia y Gran Bretaña, el legado de su sable al Gran Americano y un largo etcétera. Todo esto no se entiende si no se advierte que la guerra por las independencias americanas (justificadas o no) carecieron de un carácter religioso (hubo católicos y laicistas en ambos bandos) o ideológico (tradicionalistas y liberales estuvieron simultáneamente en las dos facciones) y tampoco fueron fruto de la “leyenda negra” (hispanistas y europeizantes existieron tanto entre “patriotas” como entre “realistas”), sino que se trató de una guerra de secesión, fundada en la ruptura del pacto de vasallaje que unía al Reino de Indias con la Corona de Castilla desde 1519, en un contexto revolucionario internacional donde las Españas hicieron “implosión”, sin que quepa acusar sin más a un bando o al otro de esta verdadera tragedia.
Es más, jamás usaron nuestros mejores hombres falsas ideas para justificar las independencias, como las revolucionarias del “principio de las nacionalidades”, en que sí se apoyan en cambio los separatismos antihispánicos de los nacionalistas vascos y catalanes, cuyos móviles poco o nada tienen que ver con lo que sucedió en América durante el siglo XIX. Los patriotas rioplatenses no sólo aspiramos a formar una sólida Comunidad Hispánica de Naciones sino que sabemos honrar a la par a tradicionalistas “realistas” como Don Santiago de Liniers o Francisco Xavier de Elío y a “patriotas” como Cornelio Saavedra, Tomás Manuel de Anchorena o el Padre Castañeda, quien dijera con justicia que “por Castilla somos gente”.
Hoy nos corresponde a nosotros seguir levantando la bandera de la Hispanidad como prenda de unión entre nuestros pueblos ante al Nuevo Orden Mundial que pretende acabar con la Fe católica, la Ley Natural, las independencias nacionales y la familia tradicional. Y defender así aquello que en sus versos inmortalizara el gran poeta nicaragüense Rubén Darío: “la América ingenua que tiene sangre indígena/que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”.